A la hora de llevar al audiovisual las aventuras de Astérix siempre ha habido un problema esencial de traducción. Uno que vinculaba a la criatura de Albert Uderzo y René Goscinny con Lucky Luke, que también firmara Goscinny, antes que con el Tintín de Hergé, cuyo reinado editorial vinieron a desafiar los galos en los años sesenta.
Se trata de la posesión de un universo estético propio, de reglas definidas pero ajenas a nuestra propia realidad. A ésta, el reportero del flequillo sí que rendía cuenta debido a su empeño en retratar de forma rigurosa sus detalles e idiosincrasias; donde Hergé quería demoler cualquier estereotipo a medida que Tintín iba acaparando fama y se convertía en un adalid de la multuculturalidad, Astérix vivía por y para este estereotipo.
Así, la obra de Uderzo y Goscinny tenía asumido que debía ofrecerse como un reflejo distorsionado de nuestro mundo. Una caricatura cada vez más recargada y corrosiva, con mayor parecido al imaginario de Francisco Ibáñez que al de otros ilustres referentes francobelgas, y que imposibilitaba su existencia más allá de las viñetas oriundas a menos que se dejara ingredientes valiosos por el camino.
“Un Astérix en imagen real sería sencillamente un monstruo”, opinaba Pierre Tchernia, socio y amigo íntimo de Goscinny, a mediados de los sesenta. El director francés lanzaba este juicio en el marco de la producción de ‘Deux romains en Gaule’ (1967), descartando la posibilidad de que el célebre galo protagonizara la película.
Lo lanzaba, también, poco antes de que ‘Deux romains en Gaule’ fuera emitida en televisión y se consumara de esta forma la primera de las muchas apariciones de Astérix en el audiovisual. Porque, en la extensa relación de la criatura de Goscinny y Uderzo con este, la lógica nunca ha sido una variable significativa.
Interpretando jeroglíficos
El plan de Claude Contamine, de la Office de Radiodiffusion-Télévision Française, no tenía fisuras. Con diez números publicados hasta la fecha, Astérix y Obélix se habían convertido en una máquina de hacer dinero capaz de permitir a sus creadores no dedicarse a otra cosa que a pergeñar nuevas aventuras. Y había que aprovecharlo. Había que ampliar horizontes.
No obstante, la negativa de Goscinny y Uderzo a que sus personajes dieran el salto a la televisión —y a la acción real, específicamente— acabó derivando en un drástico cambio de planes. 'Deux romains en Gaule' terminó ambientándose en el mismo universo que Astérix y Obélix, donde las aventuras de los legionarios Prospectus y Ticketbus (Roger Pierre y Jean-Marc Thibault) los conducían por escenarios y motivos muy reconocibles para los lectores, al tiempo que cuidadosamente ambiguos.
En el argumento de ‘Deux romains en Gaule’ se percibían ecos de ‘Astérix y los godos’ o ‘La hoz de oro’ —como todo lo relacionado con la estancia de los protagonistas en Lutecia—, mientras que estos alternaban con la existencia de pociones mágicas capaces de hacerte encoger y con, sí, una aparición estelar del personaje que lo había motivado todo.
Llegado el momento, en este telefilm enunciado como “programa de variedades” aparecía nada menos que Uderzo pintando un dibujo de Astérix en la calzada, y seguidamente el galo cobraba vida para emoción de los espectadores. Pierre Tchernia, que acabó dirigiendo el film, pudo mantener la entidad de la criatura gracias a esta suerte de desvío, pero el suyo no era el único proyecto que en aquellos momentos se desarrollaba a la estela de ‘Astérix’.
Georges Dargaud había comprado Pilote un año después de que Goscinny y Uderzo la fundaran, en 1960. Más o menos durante la producción de ‘Deux romains en Gaule’ —cuyo guion escribieron Goscinny y Uderzo—, decidió unilateralmente que Dargaud Films, mediando el estudio de animación belga Belvision, produjera cuanto antes una película basada en los irreductibles galos. Estuvieran sus padres de acuerdo, o no.
Ray Goosens, artista consagrado en Belvision que en 1964 había finalizado con éxito la serie animada de ‘Las aventuras de Tintín’, fue el elegido para dirigir ‘Astérix el galo’, basada en la primera aventura publicada del personaje. Pensada inicialmente —y al igual que ‘Deux romains’— para televisión, Dargaud fue viniéndose arriba con el proyecto, y acabó estrenándose el 20 de diciembre de 1967 en los cines franceses.
Es sencillo comprender el entusiasmo del editor, ya que ‘Astérix el galo’ era un producto extremadamente digno, que pudo beneficiarse además de una memorable banda sonora por parte de Gérard Calvi. El detalle menos estimulante era un libreto discreto y demasiado apegado al material original, obra de un equipo de guionistas consciente del desplante en el que estaban incurriendo a espaldas de Goscinny y Uderzo.
En efecto, ‘Astérix el galo’ salió adelante sin el permiso de estos, y es algo que puede ser apreciado fácilmente viendo la película. Al contrario que postreras adaptaciones donde Goscinny y Uderzo sí estuvieron involucrados, existe un gran temor a cualquier posible fuga, configurando algo así como una fotocopia en movimiento sin demasiado interés.
Saltaba a la vista, pese a todo, que el medio animado podía contener sin grandes disonancias las ocurrencias de estos dos artistas, y así fue que Dargaud planeó de inmediato la producción de una secuela basada en ‘La hoz de oro’… saboteada al instante por Goscinny y Uderzo. Esta vez no. Esta vez, si Astérix contaba con una película, sus padres tendrían algo que decir al respecto.
Justo un año después fue estrenada ‘Astérix y Cleopatra’, producida igualmente por Belvision pero contando con Goscinny y Uderzo como directores y guionistas. El salto cualitativo obrado desde ‘Astérix el galo’ es, por tanto, notorio, y se percibe desde la escena de introducción, dedicada a cachondearse de las formas de comunicación de los egipcios con los jeroglíficos como diana.
Este prólogo no aparecía en el cómic original —que, codificado por entero como una parodia de la fracasada superproducción protagonizada por Elizabeth Taylor en 1963 con el título de ‘Cleopatra’, ya daba cuenta de una creciente sofisticación en las intenciones satíricas de sus autores—, como tampoco lo hacían las canciones que salpicaban la trama.
En calidad de responsables de la producción, Goscinny y Uderzo concibieron ‘Astérix y Cleopatra’ como una forma de ampliar las posibilidades expresivas del cómic, no sólo en tanto a la caricatura puntual sino también a partir de la propia naturaleza de la propuesta. Acaso fijándose en los exitosos films de Disney, los directores quisieron justificar el trasvase de medios —aquello que no se preocupó de hacer ‘Astérix el galo’— y ‘Astérix y Cleopatra’ se convirtió en un musical.
En su ensamblaje destacaba un número en el que Obélix, hambriento como de costumbre, fantaseaba con jabalíes, y cabe rastrear en él una influencia disneyana directa, concretamente la de la borrachera de ‘Dumbo’ (1941). Las particularidades de su animación, menos figurativa y más espontánea que nunca, así lo atestiguan.
El ladrido de Idéfix
Para encontrar la siguiente película basada en ‘Astérix’ debemos dar un salto a siete años después, cuando Uderzo y Goscinny fundaron junto a Georges Dargaud los Studios Idéfix. En 1974 abría sus puertas un estudio de animación cuyo logo parodiaba al irascible león de la Metro Goldwyn-Mayer, sustituido por el perrito Idéfix lanzando un amistoso ladrido. Debajo de él, en latín, podía leerse una frase apropiada: “Están locos estos romanos”.
La génesis de ‘Las doce pruebas de Astérix’ —quizá la aventura fuera de los cómics más afortunada de los galos— puede ser entendida a partir de dos factores. En primer lugar, el propósito de Goscinny por hacer con Astérix algo similar a lo que había hecho con su película ‘Lucky Luke: El intrépido’ (1971), desarrollando de cara a la gran pantalla una historia totalmente original.
En segundo lugar, la madurez absoluta que en aquella década asumieron los cómics de ‘Astérix’. Números como ‘La residencia de los dioses’ (1971) u ‘Obélix y compañía (1976) —abrumadora disección del capitalismo que acabó asaltando las facultades de economía—, atestiguaban una suerte de clímax en el vitriolo con el que Goscinny planteaba sus historias, y ‘Las doce pruebas’ pudo beneficiarse de este estado de ebullición creativa.
Siguiendo el curso natural de las cosas este mismo estado condujo a un guion afiladísimo, donde cada una de las pruebas estaba concebida como un chiste superado al instante por el siguiente —encontrando su culmen en la ya icónica secuencia de la Casa Que Enloquece y su hilarante visión de la burocracia—, pero también derivó en un elemento que marcaría desde entonces las adaptaciones cinematográficas de ‘Astérix’.
Hablamos de la autoconsciencia. La primera vez que veíamos al pequeño guerrero galo en ‘Las doce pruebas’, este era presentado por el narrador —Pierre Tchernia prestando su voz por primera vez de muchas— como una celebridad internacional. Con sus aventuras traducidas en varios países, insistía, para a continuación poner a Astérix saludando a cámara empleando distintos idiomas.
Esta sacudida de la diégesis, poniéndose a coquetear con la cuarta pared y con un escenario pop al que podía recurrir sin embarazo, no era precisamente nueva. Al fin y al cabo, el anacronismo era una de las herramientas preferidas de Goscinny y Uderzo para provocar la risa con sus creaciones… pero nunca había llegado tan lejos. Nunca había dejado caer con tanto atolondramiento que, fuera de los cómics, todo valía.
‘Las doce pruebas de Astérix’, además de en su condición de pionera en la creación de un protagonista auténticamente cinematográfico —capaz de crecer más allá de su medio de partida—, también destaca por lo cuidadoso de su técnica. Apartado que, en los años que la seguirían, sería paulatinamente abandonado al descuido.
Para dar vida a sus imágenes, Goscinny y Uderzo recurrieron a la xerografía que Disney ya había utilizado en ‘101 dálmatas’ (1961). Gracias a ella, que ahorraba tiempo con el entintado, los personajes abandonaban la quietud que exhibían en films anteriores, abrazando un dinamismo cuya ocasional imperfección —consustancial a la técnica— provocaba que los diseños parecieran temblorosos, dubitativos. Como conscientes de que aquél no era su elemento, pero afianzando los pasos poco a poco a través de él.
Gérard Calvi volvió a ejercer de compositor, y su aportación era justo la que faltaba para terminar de convertir a ‘Las doce pruebas de Astérix’ en un film de culto, suficiente para reivindicar la producción de los Studios Idéfix aunque esta hubiera de limitarse a dicha obra y ‘La balada de los Dalton’ (1978). No dio tiempo a más, ya que René Goscinny moriría por un paro cardíaco en 1977.
De Bretaña a América
La muerte de Goscinny fue tan impactante que un conmocionado Uderzo tuvo que hacerse eco de ella a través de sus propias creaciones. En 1979 era publicado ‘Astérix en Bélgica’, y los lectores pudieron descubrir en qué punto de su elaboración había fallecido el guionista gracias al clima. Hacia la mitad del tomo, empezaba a llover. Y, hasta el final, no paraba.
Es común entre los estudiosos de ‘Astérix’ considerar el momento en que Uderzo —que también nos dejaba hace unos días— empezó a escribir también los guiones como el inicio de la decadencia del personaje. Si bien el cambio es perceptible aun en sus mejores álbumes —como ‘La odisea de Astérix’ o el gozoso ‘Astérix en la India’—, el ámbito que más hubo de resentirse por la pérdida de Goscinny fue el cinematográfico.
Los films que siguieron a ‘Las doce pruebas de Astérix’ estuvieron caracterizados por un visión creativa muy difuminada, víctima principal de un ajetreo con los derechos del personaje que se extendió de finales de los setenta a mediados de los noventa, y que no nos legó precisamente sus mejores aproximaciones cinematográficas.
Hay que decir, sin embargo, que la película destinada a inaugurar esta desorientación estaba realmente bien. ‘Astérix y la sorpresa del César’ (1985) fue producida también por Dargaud Films, ahora en asociación con la Gaumont, y ensayaba por vez primera una estrategia luego muy seguida: la combinación de álbumes de ‘Astérix’ para dar con una historia que combinara lo mejor de estos.
Dado que los números elegidos eran dos tótems de la talla de ‘Astérix gladiador’ y ‘Astérix legionario’, las posibilidades de que el invento funcionara eran altas. Pierre Tchernia se encargó de escribir, mientras que el estudio designaba como directores a Gaëtan y Paul Brizzi, animadores que un año después fundarían su propio estudio y trabajarían para Disney, concretamente en ‘Patoaventuras: El tesoro de la lámpara perdida’ (1990).
Lo primero que hay que destacar de ‘La sorpresa del César’, de hecho, es el buen gusto de su concepto visual, heredado de ‘Las doce pruebas’ pero con un mayor interés en la luz, siendo habituales unos juegos con las sombras ante los que la ortopedia de anteriores esfuerzos como ‘Astérix el galo’ envejecía a pasos agigantados.
Secuencias como la del inicio, cuando Obélix caía enamorado de Falbalá, presumían también de cierto músculo en los escenarios naturales, proclamando que desde los 60 ‘Astérix’ no había dejado de progresar visualmente, aunque el guion no siempre le siguiera el ritmo. Evidentemente, ‘La sorpresa del César’ se encuentra lejos del ingenio deslumbrante de ‘Las doce pruebas’, pero justo es decir que Tchernia tampoco pretende aspirar a él.
Al contrario, el socio de Goscinny y Uderzo se conforma con sacar el máximo provecho de las viñetas del cómic y apuntalar sus posibilidades humorísticas, como deja claro todo el memorabilísimo segmento dedicado al entrenamiento de los protagonistas como legionarios. Uno donde Astérix saca a pasear su carisma, y que podría haber constituido perfectamente alguna de las pruebas del film anterior.
Lamentablemente este progreso fue interrumpido en la siguiente película, ‘Astérix en Bretaña’ (1986). La cual, sin ser un desastre, empezaba a permitir que la monotonía invadiera sus presupuestos con un departamento artístico sin interés por ahondar en los logros de ‘La sorpresa del César’ y un guion, también de Tchernia, más conservador que nunca en su labor adaptadora.
El film de Pino Van Lamsweerde, igualmente producido por la entente Dargaud-Gaumont, dio paso en 1989 a ‘Astérix y el golpe del menhir’, que mezclaba sin demasiada fortuna las tramas de ‘El combate de los jefes’ y ‘El adivino’. El descenso en la calidad de la animación era, esta vez, francamente dramático, aunque dejara espacio a una serie de ejercicios traicioneros capaces de provocar saludables dosis de estupor.
La banda sonora había ido perdiendo protagonismo en las películas anteriores, sin que volviéramos a asistir a números musicales “puros” desde más o menos ‘Astérix y Cleopatra’, pero en ‘El golpe del menhir’ volvió a hacer acto de presencia con una secuencia encabezada por el bardo Asurancetúrix (quién si no) reaccionando con rock and roll (o algo así) al cerebro repentinamente enajenado de Panorámix.
El druida de la aldea se había vuelto loco por culpa de las negligencias de Obélix, y su conciencia alterada habría de dar pie en el film de Philippe Grimond a alguna que otra secuencia de generoso caudal lisérgico. Aparte de la actuación del bardo, asistíamos aquí a una larga secuencia donde Panorámix probaba distintas pociones mágicas con un pobre soldado romano, originando multitud de imágenes surrealistas.
En dichas imágenes las proporciones y movimientos de los personajes cambiaban severamente, pero la manufactura era tan barata que ‘El golpe del menhir’ no resultaba tan anárquica como sus responsables podían pretender, sino solo grotesca. Acabando de ejemplificar el suicidio estético que Tchernia pronosticara en el 67, pero dentro de los dibujos animados.
‘Astérix y el golpe del menhir’, coproducción germanofrancesa, fue seguida en 1994 de la algo más potable ‘Astérix en América’. Producida por fin fuera de los márgenes de Dargaud y Gaumont, ahora se encargaban de financiar el invento Extrafilm, Pathé y la Fox, que fueron algo más generosos con el presupuesto y favorecieron un acabado digno, retomando la iluminación de ‘La sorpresa del César’ y el cuidado a la hora de mezclar adaptación e invención dentro de su historia.
Siguiendo libremente el argumento de ‘La gran travesía’, ‘Astérix en América’ surgía de un intento fallido de llevar al cine ‘Astérix en Hispania’ y, queriendo festejar el centenario del descubrimiento de Cristóbal Colón, ponía en contacto a los protagonistas con los nativos americanos. Regresaba los números musicales, y trataba de asentarse de nuevo la creencia de que la animación era el único medio posible para Astérix.
A esta creencia no le quedaba mucho tiempo de vida.
Con el "live action" hemos topado
La fase en acción real del cine de Astérix ha sido una capaz de lo mejor y lo peor, y también la que ha recogido con mayor ferocidad las ideas lanzadas por ‘Las doce pruebas’. La formidable película de Uderzo y Goscinny parecía cuestionarse a cada minuto su razón de ser, forzando hasta sus últimas consecuencias el vínculo con las viñetas y sus anacronismos —en una escena hasta visitaban la estación de metro de Alesia—, y cuando Astérix se hizo de carne y hueso lo hizo trabajando estos equívocos.
Al principio, de forma tímida. ‘Astérix y Obélix contra César’ fue dirigida en 1999 por Claude Zidi luego de los incansables intentos como productores de Thomas Langmann y Claude Berry, que se remontaban a una década antes. En su gestación, los responsables de la película se preocuparon enormemente por lo radical del cambio de medio, y en un momento temprano del proceso se llegó a dejar caer la sugerencia de que fuera “realista”.
¿Condujo esto al previsible sindiós? En absoluto. ‘Astérix y Obélix contra César’ quiso operar en un equilibrio muy precario entre las limitaciones humanas y las barrabasadas ‘cartoon’, adecuando su factura al modelo de blockbuster hollywoodiense de fin de siglo y aderezándola con los efectos digitales de Pitof. Originando, pues, un producto mucho más estimulante de lo que se dijo en su día.
De hecho, la recreación del mundo galo —llena de detalles que refuerzan su cercanía al nuevo medio, como el chaleco que Gérard Depardieu llevó al debutar como Obélix— es mucho menos problemática que el guion que la respalda, saturado por la acumulación de tramas que remiten a varios números distintos, y sentó las bases en las que se movería el nuevo Astérix cinematográfico. Uno mucho más ambicioso que el salido de la animación.
Y uno que tuvo, inicialmente, los rasgos de Christian Clavier y pudo beneficiarse de una gran química con Depardieu, cuyo Obélix ganaba protagonismo con respecto a las viñetas. Al tiempo, claro, que el Detritus de Roberto Benigni defendía su estatus hostiable dándole un giro siniestro al Guido de ‘La vida es bella’ (1997).
Se le sumaba a todo esto un apartado musical portentoso a cargo de Jean-Jacques Goldman y un puñado de secuencias que absorbían brillantemente el espíritu festivo del cómic —como la pelea inicial en la aldea o la primera batalla contra los romanos, de exquisita anticipación visualizada a cámara lenta—, y nos quedaba una estupenda adaptación de ‘Astérix’, capaz de arrasar en taquilla y cambiar el signo de visiones futuras.
Llegamos así a ‘Astérix y Obélix: Misión Cleopatra’ (2002), secuela inmediata que llevó la desvergüenza y la sensibilidad posmoderna de ‘Las doce pruebas’, ausente en ‘Contra César’, a unos horizontes rocambolescos tan capaces de escandalizar al fan de largo recorrido como de pulir un nuevo éxito económico, que no le hiciera ascos al creativo.
La culpa fue de Alain Chabat. Este comediante francés había ganado en 1997 el César a la Mejor ópera prima por ‘Didier’, y nunca había ocultado su pasión por los films de Jim Abrahams y los hermanos Zucker. Interesado como estaba en la distorsión absurda de la realidad, atendiendo no sólo a los personajes que la poblaban sino también a su propia arquitectura, encontró en ‘Misión Cleopatra’ la excusa perfecta para desmelenarse.
Porque qué es ‘Misión Cleopatra’ sino un desmelene. Una superproducción a cuyo máximo responsable —que también escribe el guion e interpreta a Julio César— le importa más ser fiel a su voz que al cómic, utilizando la coartada tendida por ‘Las doce pruebas’ para dar pie a un espectáculo agotador, libérrimo y totalmente falto de prejuicios. Donde es tan posible que la acción sea interrumpida por un documental sobre langostas como que a los protagonistas se les fastidie el micro, y hablen de ello, en plena escena.
El mayor aliado para la propuesta de Chabat —que, para sorpresa de nadie, no gustó demasiado a la crítica— era Jamel Debbouze, componiendo a un Numerobis antológico que además de merendarse a Depardieu, Clavier o Monica Bellucci en cada escena que compartían, llegaba a protagonizar junto a Paletabis (Gérard Darmon) un duelo de artes marciales entre columnas dóricas de quitarse el sombrero.
La cuestión, claro, es si todo esto hacía justicia a la visión de Goscinny y Uderzo. Y lo cierto es que no. ‘Astérix y Obélix: Misión Cleopatra’ es una grandísima comedia bufa, pero una adaptación bastante deficiente del personaje. E incluso cínica, si entendemos su filiación al espíritu demoledor de ‘Las doce pruebas’ como un caso arquetípico de que te den la mano y cojas el brazo.
Además, las consecuencias que tuvo su éxito comercial fueron de todo punto lamentables. Chabat había demostrado que el de ‘Astérix’ era un imaginario al que las herejías no tenían por qué dañar, por ser un patrimonio cultural con el que, mientras fueras francés, podías hacer lo que te diera la gana. Eso es justo lo que el productor Thomas Langmann, en su salto a la dirección, hizo con ‘Astérix en los juegos olímpicos’ (2008).
Codirigida por Frédéric Forestier, ‘Astérix en los juegos olímpicos’ es el exceso por el exceso. El discurso de Chabat, queriendo erigir al galo como un icono nacional polivalente, había conseguido hacer de ‘Misión Cleopatra’ una comedia desquiciada capaz de darlo todo por el espectador, pero Langmann lo tomó, lo retorció y lo convirtió en una suerte de ‘Torrente’ a la francesa. Y no lo decimos solo porque aparezca Santiago Segura.
La tercera aventura en "live action" de Astérix incluía los cameos de gente como Zinédine Zidane, Michael Schumacher e incluso una vuelta de Jamel Debbouze (que para lo que hace mejor haberse quedado en su casa), y su apego a los cómics era ya tan tangencial que a nadie le importaba que su mezcla entre ‘Los juegos olímpicos’ y ‘Astérix legionario’ chirriara por todos lados. Había otras cosas de las que preocuparse.
Por ejemplo, de un Benoît Poelvoorde, encarnando a Brutus, absolutamente insoportable y capaz por sí solo de hundir el único elemento ciertamente positivo de este espanto, como era la construcción de Julio César que practica Alain Delon. El resto, como la sustitución de Clavier a manos de Clovis Cormillac, sería olvidable si no causara tanto dolor el mero hecho de recordarlo.
Masacrada por la crítica y con una taquilla tendiendo a la baja, ‘Astérix y los juegos olímpicos’ dio paso en 2012 a la última adaptación en acción real realizada hasta la fecha: ‘Astérix y Obélix: Al servicio de Su Majestad’. Con mucho menor presupuesto, Édouard Baer sustituyendo a Cormillac como tercer Astérix tras aparecer curiosamente en ‘Misión
Cleopatra’, y siendo, contra todo pronóstico, una película aún peor.
Dirigida por Laurent Tidard —que ya había llevado al cine a otro personaje de Goscinny, en ‘El pequeño Nicolás’ (2009)—, ‘Al servicio de Su Majestad’ es si cabe más ofensiva por cómo pretende dar la espalda a los monstruosos espectáculos precedentes para hacer pasar la realidad comiquera a un pobre escenario cartón piedra. Una propuesta que vendría a ser como un remake ‘live action’ de Disney sin dinero, y tan indignante en su dibujo de los habitantes de Reino Unido como para provocar mínimo tres Brexits.
La estereotipación "brittish", que ya fue cultivada dentro del cine por ‘Astérix en Bretaña’, aquí es solo una de las muchas caras de la infamia, capaz de ahogar al espectador con su cutrez, su falta de gracia y un Fabrice Luchini como Julio César particularmente vomitivo. Empujándonos a la certeza de que ninguna propiedad intelectual merecía esto, y Astérix menos que ninguno.
Lo único bueno que podría tener ‘Al servicio de Su Majestad’, en resumen, sería su condición reveladora de callejón sin salida. Los distintos juegos metalingüísticos, que habían refrendado la pertinencia de las anteriores propuestas en acción real, aquí demostraron no dar más de sí, pero ni siquiera nos podemos apoyar en que su fracaso de taquilla aconsejara detener la producción de films similares para respirar tranquilos.
Y es que hay otra película ‘live action’ de ‘Astérix’ en camino. Se titula ‘Astérix et Obélix: L’Empire du Milieu’, y está dirigida, escrita y protagonizada por Guillaume Canet. Marion Cotillard encarna a Cleopatra y Depardieu por fin se ha despedido de Obélix, siendo sustituido por Gilles Lellouche. La única esperanza a la que aferrarse, llegados a este punto, es que trate de alejarse del precedente de Tidard lo máximo posible.
Recuperando la magia de los cómics de Astérix
Los descalabros cometidos al amparo del ‘live action’ podrían dar la impresión de que el Astérix cinematográfico está aún peor de lo que lo estaba durante los mediocres esfuerzos animados de fines de siglo. Pero nada más lejos de la realidad. En 2006, justo entre ‘Misión Cleopatra’ y ‘Astérix en los juegos olímpicos’, se insinuaba una revolución.
M6 Films, perteneciente al todopoderoso grupo mediático francés M6, produjo ese año ‘Astérix y los vikingos’, realizada en 2D pero pequeños retoques digitales. Estos ya habían sido ligeramente explorados en ‘Astérix en América’, y aquí reforzaban una propuesta estética muy compacta, capaz de competir sin ambages en el mercado de la animación tradicional, mermado por entonces pero siempre concienciado con su evolución.
Lo mejor de ‘Astérix y los vikingos’ no radicaba, sin embargo, en su pericia técnica, sino en la sabiduría de su adaptación. Revisando ‘Astérix y los normandos’ —que seis años después sería uno de los referentes de ‘Al servicio de Su Majestad’—, el film dirigido por Stefan Fjeldmark y Jesper Moller recuperaba el espíritu de ‘Astérix’ y lo mezclaba con sensibilidades novedosas, antecediendo el celebrado relevo de Uderzo como autor total de los cómics a manos de Jean-Yves Ferri y Didier Conrad.
La aparición de la aguerrida Abba se convertiría pues en una inspiración para ‘La hija de Vercingétorix’, publicada en 2019, y añadiría frescura a las interacciones de los protagonistas. En este caso, además, su peaje para con el medio no repercutiría en demoliciones de la cuarta pared, sino en guiños ligeros a la cultura pop —reducidos a un entrenamiento con ‘Eye of the Tiger’— que se alejaban de la atrofia de ‘Los juegos olímpicos’, que dos años después incluiría un sable láser en una de sus escenas.
‘Astérix y los vikingos’ fue bien recibida, pero M6 tardaría bastante en volver a juguetear con la obra de Goscinny y Uderzo. Entrada la nueva década, el estudio contactó con Louis Clichy y Alexandre Astier. Este último se había hecho muy conocido en Francia gracias a su escritura de la serie ‘Kaamelott’, comedia ambientada en la Edad Media de puentes fácilmente perceptibles a nuestro guerrero.
Clichy y Astier estrenaron en 2014 ‘Astérix: La residencia de los dioses’; mismo año, curiosamente, en el que nuestro Javier Fesser dirigía ‘Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo’ tratando una rectificación estética similar. Porque así es como hay que entender ‘La residencia de los dioses’, como una rectificación. Una vuelta a las esencias tras los desmanes que se habían cometido en nombre de la sobrevalorada acción real.
Lanzada dos años después de ‘Al servicio de Su Majestad’, el estupendo film de Clichy y Astier dejaba claro que Astérix nunca debía haber abandonado la animación, adaptando con solvencia una de sus historias más complejas. Los personajes de ‘La residencia de los dioses’ bregaban con el desfase entre modernidad y tradición, y así podía entenderse también el esfuerzo de la película por engrosar el canon audiovisual de Astérix.
Sus pequeñas deficiencias, reducidas a una animación digital no demasiado depurada, serían plenamente corregidas en 'Astérix: El secreto de la poción mágica’ (2018). Mucho más valiente, mucho más sofisticada, y capaz de rivalizar con ‘Las doce pruebas’ como mejor adaptación de la criatura de Goscinny y Uderzo. No por nada, sino porque ambos films pretendían lo mismo: ser capaces de hallar el alma de Astérix en una historia original.
En el argumento de ‘El secreto de la poción mágica’ se dan cita ‘El combate de los jefes’ y ‘Astérix y los godos’, pero también hay mucho de Terry Pratchett y sus ‘Ritos iguales’ —cuando examina irónicamente las normas de sucesión de los druidas—, e incluso de la sensibilidad eminentemente pop de ‘¡El cielo se nos cae encima!’, última aventura original de Uderzo en la que los galos conocían a alienígenas parecidos a Mickey Mouse.
‘El secreto de la poción mágica’ es capaz, por tanto, de examinar el pasado de Astérix al tiempo que lo proyecta hacia el presente sin coartadas meta, en la mejor tradición de lo que podría hacer Goscinny si siguiera vivo, o de lo que ya de hecho están haciendo Ferri y Conrad en las viñetas. Es una adaptación que da cuenta del gran estado de salud con el que cuenta el personaje actualmente, y las posibilidades que siguen divisándose en el horizonte.
Clichy y Astier, lamentablemente, han declarado que no están interesados en dirigir una nueva película de ‘Astérix’, pero lo que ha de importarnos es que al menos han dejado claro cuál es el camino a seguir. Y esperemos, por Tutatis, que el cine no vuelva a apartarse de él.
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La noticia Astérix y Obélix en el cine: así han sido las películas que han adaptado el cómic de Uderzo y Goscinny a lo largo de cinco décadas fue publicada originalmente en Espinof por Alberto Corona .
Javier Fernandez
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