José Abreu Felippe - El Nuevo Herald
Unos cordeles dibujan una intrincada trama, también delimitan un espacio vacío donde aparentemente es posible entrar, pero no salir. Varias maletas –quizás restos de víctimas anteriores– y algunos artefactos –un reloj, un teléfono de cajón, platos, hachas y cuchillos– dispuestos sobre el suelo. Y ellos. Ellos son El Hijo (Héctor Alejandro González), La Mujer (Rosabel Ceballes), una muchacha vestida de blanco, descalza y amordazada (Jessica Mesa), La Madre (Miriam Bermúdez), toda una generala de charretera y que hará su aparición algo más tarde; y la que provoca con su llegada la crisis, una posible Inquilina (Mónica Rodríguez) que se presenta respondiendo a un anuncio en el periódico sobre una habitación que se alquila con ciertas características, entre ellas, cama, baño y una vista hermosa. En medio de la tensión reinante, en un ambiente cerrado y claustrofóbico, “ellos”, todos ellos, tienen hambre y quieren comer.
Constantemente se habla de “allá” y “aquí”, sin que nunca se aclare a qué ubicación geográfica específica se refieren, aunque no es muy difícil imaginar que este juego simbólico establece un contrapunto cubano entre nación y emigración o exilio. Hay un momento en que la muchacha amordazada extrae una maltrecha bandera cubana y otro de los personajes la lleva atada al cuello. La Inquilina buscar el sitio anunciado donde residir, pero pronto se percata de que el anuncio en el periódico es un truco para atraer incautos que sirvan de comida, carne para ser devorada. Y comienza a inventar nuevas reglas y a tomar medidas para cambiar el final de la historia.
Francisco Javier Fernandez
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