José Abreu Felippe - El Nuevo Herald
Cuenta el historiador y geógrafo Herodoto de Halicarnaso que emigrantes en busca de una nueva patria, guiados por el príncipe Tirreno, al llegar a las costas italianas, en agradecimiento y en honor a su guía, tomaron el nombre de tirrenos. Así también se le llamó al mar que bañaba esas costas. El Mar Tirreno, que se me antoja de un azul profundo, se extiende al oeste de la península italiana entre las islas de Córcega, Cerdeña y Sicilia. Se afirma que en esa zona desapareció un pionero de la aviación, el autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944). En esa última misión de reconocimiento, el 31 de julio de 1944, pretendía recoger información de inteligencia sobre los movimientos de las tropas alemanas en el valle del Ródano y sus alrededores, antes de la invasión aliada del sur de Francia. Partió a las 8:45 horas de una base aérea en Córcega, a bordo de un Lightning P-38. Tenía una autonomía de vuelo de 6 horas. Nunca regresó.
Azul Tirreno, pieza de José Manuel Domínguez con una producción de Antiheroes Project en colaboración con Artefactus Cultural Project, comienza –si obviamos los prescindibles monólogos iniciales– con otro accidente. El 30 de diciembre de 1935, después de un largo y complicado viaje, Saint-Exupéry y su navegador André Prevot se vieron obligados a realizar un aterrizaje forzoso en el desierto del Sahara. Volaba en un Caudron C-630 Simoun n7041, con matrícula F-ANRY. Quería batir un récord y ganar un jugoso premio. Antoine y André sobrevivieron al aterrizaje, apenas tenían para comer unas pocas uvas, dos naranjas y una pequeña ración de vino. Se salvaron de morir deshidratados por el intenso calor, gracias a un beduino.
Francisco Javier Fernandez
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